miércoles, 13 de abril de 2016

Los besos en el pan


Cuando se caía un trozo de pan al suelo, 
los adultos obligaban a los niños a recogerlo 
y a darle un beso antes de devolverlo a la panera, 
tanta hambre habían pasado sus familias 
en aquellos años en los que murieron todas esas personas queridas
 cuyas historias nadie quiso contarles.
Los niños que aprendimos a besar el pan hacemos memoria de nuestra infancia 
y recordamos la herencia de un hambre desconocida ya para nosotros, 
esas tortillas francesas tan asquerosas que hacían nuestras abuelas 
para no desperdiciar el huevo batido que sobraba de rebozar el pescado.
Pero no recordamos la tristeza.
 
Hay quien desconecta pasando las horas muertas haciendo ganchillo o pintando mandalas, quien prefiere salir a correr en un intento de dejar atrás todo lo acontecido durante el dia y quien pone el cerebro en stand-by viendo un capítulo tras otro de cualquier serie que venga del otro lado del Atlántico. Leer es mi vía de escape y por eso tenía sentimientos enfrentados respecto a Los besos en el pan (Tusquets. 2015): Me apetecía mucho volver a tener entre manos algo de esta autora, pero el argumento no me apetecía nada, porque bastante llevamos ya oído, vivido y sufrido en propias carnes la puñetera crisis como para que se cuele también en mis ratitos de evasión. Se lo permito porque viene de la mano Almudena Grandes (Madrid, 1960), pero ya antes de empezarla sabía que no se iba a convertir en una de mis lecturas favoritas.

Los besos en el pan narra la vida de una veintena de personajes durante un año en un barrio cualquiera de Madrid. Se trata de una novela coral en la que la protagonista indiscutible es la crisis económica. Inestabilidad laboral, precariedad, incertidumbre, pérdida de poder adquisitivo, despidos, desahucios van haciendo acto de presencia a lo largo de las poco más de 300 páginas de las que consta el libro. Sin embargo, si bien la autora se ha preocupado de dotar a esta protagonista inmaterial de diferentes caras, a sus personajes les falta el alma y la profundidad a las que nos tiene acostumbrados.

Los vecinos que pueblan el barrio madrileño en el que transcurre la historia son estereotipos más propios de los reportajes sociales de Pedro Simón y el tono afectado de las piezas de Carlos del Amor. Heroes anónimos a cuyas historias mínimas sobre sus infiernos domésticos dan eco los medios de comunicación para que no se nos olvide que no tenemos derecho a quejarnos, que hay quien lo está pasando peor que nosotros pero no se rinden ni esperan un milagro de brazos cruzados, sino que inventan el más difícil todavía en un intento desesperado por resistir la embestida final.

Y es que a pesar de ser una novela sobre personas golpeadas por las consecuencias de la crisis, y aunque en más de una ocasión se me ha escapado una lagrimilla, estamos ante una novela optimista. Demasiado optimista para mi gusto, ya que, en mi opinión, la red de solidaridad que tejen los personajes del libro no existe en la vida real, como si en el fondo el paro o la escasez de recursos económicos les hubiera liberado de una pesada carga permitiéndoles mostrar su mejor cara, su verdadero yo.

Más que la historia en sí, es la reflexión final la que se me atraganta, como si en el fondo, tuviéramos que estar medianamente agradecidos a la crisis por liberarnos de todo lo superfluo y devolvernos a nuestra esencia. Y una mierda. La crisis no nos ha hecho mejores personas. El que ha podido aprovecharse de la situación lo ha hecho sin el más mínimo remordimiento de conciencia. Y desde luego yo no acepto la parte de culpa que se supone que entre todos debemos repartirnos por "vivir por encima de nuestras posibilidades", ni asumo mis 4 largos años engrosando las listas del paro como el justo castigo a pagar por los años en que gocé de una prosperidad no sé si merecida, pero desde luego sí bien ganada. 

Porque si en apenas unos años viajé más de lo que probablemente vuelva a hacer en lo que me queda de vida no fue porque nadie me lo regalara. Si crucé el Bósforo, si me bañé en las cristalinas aguas del mar Caribe y si vi atardecer en lo alto del Empire State, a pesar de mi condición de mileurista, fue porque las maratonianas jornadas de trabajo con las que tenía que cumplir de lunes a viernes (y algunos sábados) no me dejaban apenas tiempo de gastar lo que ganaba. Ni me apunté al gimnasio, ni me compré un coche y me tomé muchas menos cañas de las que por edad me correspondían, ya que lo único que me pedía el cuerpo al salir de trabajar era meterme en la cama.

Asi que, aunque siempre es una delicia leer a Almudena Grandes, sólo puedo darle un aprobado ramplón a su última novela mientras espero impaciente la publicación de la próxima entrega de sus 'Episodios de una Guerra Interminable', el ambicioso ejercicio de memoria y literatura en el que la autora brilla con luz propia.