martes, 16 de octubre de 2012

Al principio era el verbo

Dos frases no hacen un plagio. Así contestaba Enrique Bunbury a los que le acusaban de plagiar ciertos versos del poeta Pedro Casariego en su disco ‘Hellville de Luxe’ publicado en 2008. Ante la polémica (las malas lenguas afirman que no fue más que una hábil estrategia promocional) y las numerosas voces que se alzaron para denunciar su recurrente tradición a utilizar frases de otros a lo largo de su discografía, el artista maño emitió un comunicado del que yo recupero para lo que aquí nos ocupa el siguiente fragmento (pero que si te interesa puedes leer íntegramente aquí):

"No voy a negar que haya utilizado dos frases de Casariego (grandísimo poeta, por cierto) extraídas de dos poemarios. Igual que utilizo mi libreta para apuntar comentarios realizados a altas horas de la noche, frases de Humphrey Bogart en películas de cine negro, extractos de la sección de sucesos, titulares simpáticos de periódicos económicos, conversaciones privadas o panfletos publicitarios. A lo largo de la historia de la música popular, grandes y desconocidos escritores de canciones han realizado prácticas similares recogiendo frases de canciones tradicionales y realizando nuevas y muy diferentes creaciones. (…) Artistas como (y me parece mal citarlos, pero hay libros enteros dedicados a señalar de dónde vienen sus mejores canciones) Dylan, Cohen, Lennon, Van Morrison, han utilizado libros sagrados como la Biblia, la Kábala, el I Ching, el Tao Te king, o a poetas incuestionables como T.S. Elliot, Dylan Thomas, Edgar Allan Poe, Shakespeare..., o la prensa diaria para contarnos sus inquietudes y crear sus canciones”.

No vuelvo hoy al blog, tropecientos meses después, para defender a Bunbury, sino para entonar el mea culpa ante los que crean que eso es efectivamente plagio (yo misma a veces discuto conmigo entorno a esa cuestión y no me pongo de acuerdo) ya que es exactamente así como yo funciono.

Probablemente a nadie más que a mí interese esta cuestión. Y más probablemente haya quien hubiera preferido que mi regreso estuviera vinculado a algún tema de candente actualidad (que está el escaparate patrio como p’a elegir), pero (valiente periodista de mierda) resulta que a mí la realidad no me pone. Y eso es lo que vengo a contar.  En realidad este post no es más que, por un lado, una nueva oportunidad de convencerme a mí misma de que los caminos de la inspiración son inescrutables y que no hay nada sonrojante en usar pensamientos de otros como inspiración, y por otro lado, una forma de excusarme, ante mi misma también, como único juez y testigo, por no mantener el blog más vivo en ausencia de palabras que den forma a un planteamiento ante la existencia de una realidad que no (me) ilumina.

Mi remilgada conciencia se sentiría henchida de orgullo (y satisfacción) si fuera capaz de escribir solo mirando a mi alrededor, porque entonces esas ideas resultantes de contemplar, sentir o pensar, fueran brillantes o mediocres, serían solo mías. Pero no es así como sucede. Es al estar leyendo un libro, viendo una película o escuchando una canción cuando ESA combinación concreta de palabras formuladas por otro actúa como catalizador para una idea a la que, en las más de las veces, llevaba tiempo dando vueltas pero a la que no sabía como dar forma. Y es a partir y a través de ESA combinación concreta de palabras y no otra a la que voy encadenando otras que fluyen con relativa sencillez de mi cabeza al papel. Y cuando digo “relativa” quiero decir exactamente eso. No “cierta”. Ni “bastante”. Relativa. Porque de igual modo que son unas palabras concretas las que me sirven no solo de inspiración para empezar a escribir, sino incluso de parte fundamental del escrito al incluirlas dentro de él, son unas palabras concretas, de entre todos los sinónimos existentes, las que sirven para dar sentido a esa idea acerca de la que estoy escribiendo y sin las cuales no daré por terminado el texto. Puedo tener un borrador  a medias durante días, semanas incluso, mientras encuentro el término exacto que, colocado en un lugar determinado del texto, dote de pleno significado a la idea que quiero transmitir.

Estoy hablando de la palabra como herramienta creativa en su acepción más amplia. Una herramienta es un instrumento que me permite realizar una tarea. Pues bien, es la utilización de ciertas palabras, colocadas en un orden concreto, la que me permite capturar en un papel la esencia de lo que quiero decir, como si se tratara de una fotografía inequívoca ante la cual no existe la posibilidad de dudar que somos nosotros y no otros los que salen retratados en la imagen.

El problema de las palabras es que están todas inventadas. Y llevo veintiún siglos de retraso si lo que pretendo es ser la primera en combinarlas, no ya de forma genial, que a tanto no aspira una, sino meramente coherente, mínimamente inteligente (“inteligente” es un buen ejemplo de lo que describía más arriba. Casi dos horas me ha costado sacarla).

Y escribir algo coherente, inteligente y con un mínimo interés con la estrecha de tu conciencia diciéndote a gritos que eres un mediocre por apropiarte de palabras que no solo no te pertenecen sino que ya otro expresó por ti es tremendamente agotador. Así que me voy a la cama.

lunes, 5 de marzo de 2012

Olas en el kilómetro 0

Está enfadado. No contigo. Con el mundo. Pero a ti te gustaría tener el poder suficiente para que nada le tocara. Para que nada llegase hasta él sin haber pasado primero por tu filtro amortiguador. Porque cuando baja de vuestra nube no sabes hasta que punto formas parte del mundo o le sigues perteneciendo a él. Y no saber a dónde perteneces, no estar segura de que esa batalla la quiera librar a tu lado hace que te sientes completamente desorientada. Porque a lo bueno una se acostumbra pronto, demasiado pronto, y ya no recuerdas cómo era vivir antes de que él lo fuera todo para ti, cómo lo hacías antes de que él apareciera, porque ya no sabes dar un paso si no es de su mano. Y ahora estás como perdida sin su sonrisa.

Te duele la garganta de tanto aguantar las lágrimas y empiezas a llorar silenciosamente. Si lloras sin hacer ruido igual no lo nota, igual las lágrimas se quedan como estalactitas transparentes a sus ojos y no se da cuenta. A él no le gusta que llores porque, como tú, a él también le gustaría protegerte a cada paso que das y que nada te afectara, porque es la única persona que ha sabido ver que eres mucho más frágil de lo que pretendes a los ojos de los demás.

 “¿Qué te pasa?” te pregunta. Y tú sólo consigues musitar un forzado y casi inaudible “Nada”.

Te abraza muy fuerte. Te arropa entre sus brazos. Es el mejor abrazo de tu vida, el único abrazo con el que has soñado siempre, incluso antes de que te lo diera. El abrazo con el que luego medirás todos demás los abrazos. El abrazo que dice: no importa lo que pase, conmigo estás a salvo, ahora todo irá bien.

Y ahora lloras sin freno no sabes si por el alivio de saberte suya nuevamente, de volver a tener un sitio al que pertenecer, o por el olor de la colonia en su cuello que no huele como la primera vez que te abrazó pero en la que le sigues reconociendo. 

Y después te besa en la frente y te mira preocupado porque desde el principio no se ha creído que no te pasa nada, y aunque te ha dicho al oído “llora tranquila”, descubres que a él también le cae agua de los ojos mientras se bebe tus lágrimas.

Y tú no puedes parar de llorar porque no sabes cómo explicarle que tienes algo por dentro que te hace daño. Porque no sabes con qué palabras decirle que él no tiene culpa de nada, que la culpa es tuya por no saber cómo hacer para que todo esté como a él le gustaría, cómo fabricar el mundo que él se merece. Por tener tanto miedo a que algún día deje de oírse el mar en pleno centro de Madrid.