"No voy a negar que haya utilizado dos frases de Casariego (grandísimo
poeta, por cierto) extraídas de dos poemarios. Igual que utilizo mi libreta
para apuntar comentarios realizados a altas horas de la noche, frases de
Humphrey Bogart en películas de cine negro, extractos de la sección de sucesos,
titulares simpáticos de periódicos económicos, conversaciones privadas o
panfletos publicitarios. A lo largo de la historia de la música popular,
grandes y desconocidos escritores de canciones han realizado prácticas
similares recogiendo frases de canciones tradicionales y realizando nuevas y
muy diferentes creaciones. (…) Artistas como (y me parece mal citarlos, pero
hay libros enteros dedicados a señalar de dónde vienen sus mejores canciones)
Dylan, Cohen, Lennon, Van Morrison, han utilizado libros sagrados como la
Biblia, la Kábala, el I Ching, el Tao Te king, o a poetas incuestionables como
T.S. Elliot, Dylan Thomas, Edgar Allan Poe, Shakespeare..., o la prensa diaria
para contarnos sus inquietudes y crear sus canciones”.
No vuelvo hoy al blog, tropecientos meses después, para
defender a Bunbury, sino para entonar el mea
culpa ante los que crean que eso es efectivamente plagio (yo misma a veces
discuto conmigo entorno a esa cuestión y no me pongo de acuerdo) ya que es
exactamente así como yo funciono.
Probablemente a nadie más que a mí interese esta cuestión. Y
más probablemente haya quien hubiera preferido que mi regreso estuviera
vinculado a algún tema de candente actualidad (que está el escaparate patrio
como p’a elegir), pero (valiente periodista de mierda) resulta que a mí la
realidad no me pone. Y eso es lo que vengo a contar. En realidad este post no es más que, por un
lado, una nueva oportunidad de convencerme a mí misma de que los caminos de la
inspiración son inescrutables y que no hay nada sonrojante en usar pensamientos
de otros como inspiración, y por otro lado, una forma de excusarme, ante mi
misma también, como único juez y testigo, por no mantener el blog más vivo en
ausencia de palabras que den forma a un planteamiento ante la existencia de una
realidad que no (me) ilumina.
Mi remilgada conciencia se sentiría henchida de orgullo (y
satisfacción) si fuera capaz de escribir solo mirando a mi alrededor, porque
entonces esas ideas resultantes de contemplar, sentir o pensar, fueran
brillantes o mediocres, serían solo mías. Pero no es así como sucede. Es al
estar leyendo un libro, viendo una película o escuchando una canción cuando ESA
combinación concreta de palabras formuladas por otro actúa como catalizador
para una idea a la que, en las más de las veces, llevaba tiempo dando vueltas
pero a la que no sabía como dar forma. Y es a partir y a través de ESA
combinación concreta de palabras y no otra a la que voy encadenando otras que
fluyen con relativa sencillez de mi cabeza al papel. Y cuando digo “relativa”
quiero decir exactamente eso. No “cierta”. Ni “bastante”. Relativa. Porque de
igual modo que son unas palabras concretas las que me sirven no solo de
inspiración para empezar a escribir, sino incluso de parte fundamental del
escrito al incluirlas dentro de él, son unas palabras concretas, de entre todos
los sinónimos existentes, las que sirven para dar sentido a esa idea acerca de
la que estoy escribiendo y sin las cuales no daré por terminado el texto. Puedo
tener un borrador a medias durante días,
semanas incluso, mientras encuentro el término exacto que, colocado en un lugar
determinado del texto, dote de pleno significado a la idea que quiero
transmitir.
Estoy hablando de la palabra como herramienta creativa en su
acepción más amplia. Una herramienta es un instrumento que me permite realizar
una tarea. Pues bien, es la utilización de ciertas palabras, colocadas en un
orden concreto, la que me permite capturar en un papel la esencia de lo que
quiero decir, como si se tratara de una fotografía inequívoca ante la cual no
existe la posibilidad de dudar que somos nosotros y no otros los que salen
retratados en la imagen.
El problema de las palabras es que están todas inventadas. Y
llevo veintiún siglos de retraso si lo que pretendo es ser la primera en combinarlas,
no ya de forma genial, que a tanto no aspira una, sino meramente coherente,
mínimamente inteligente (“inteligente” es un buen ejemplo de lo que describía
más arriba. Casi dos horas me ha costado sacarla).
Y escribir algo coherente, inteligente y con un mínimo
interés con la estrecha de tu conciencia diciéndote a gritos que eres un
mediocre por apropiarte de palabras que no solo no te pertenecen sino que ya
otro expresó por ti es tremendamente agotador. Así que me voy a la cama.