miércoles, 21 de septiembre de 2011

De memorias dormidas



Hoy he (re)descubierto el placer de pasear por el Madrid de las hueverías, las tahonas y las lecherías. De caminar por las calles de ese Madrid que no es capital del trafico, el ruido y las prisas. De perderme por los rincones de ese Madrid con apariencia de pueblo, color sepia y olor añejo en el que el tiempo parece haberse detenido.
Pero no estamos aquí (reunidos) para hablar de eso.
Hoy me siento frente al papel en blanco porque mis lágrimas pugnan por salir descontroladas de mis ojos y las palabras se me han quedado atravesadas en la garganta. Y como, a pesar de mis serias dudas acerca de la estabilidad de mi salud mental en las últimas semanas, hoy me he levantado bien (todo lo bien que una puede despertarse cuando el reloj suena a las 6.30 de la mañana y todo está oscuro y hace frio) y no ha ocurrido nada digno de mención (para bien y para mal) en lo que va de día, estoy convencida de que mis rabiosas ganas de llorar tienen que ver con dos noticias que he leído en mi repaso matutino a la prensa.
Por un lado, hoy se celebra el Día Mundial del Alzheimer, un mal que me atemoriza y obsesiona hasta límites patológicos (y nada razonables teniendo en cuenta que si bien nadie está a salvo, en ninguna de las ramas de la familia se ha producido ningún caso por el momento), porque creo que es terrible que una enfermedad te despoje de tus recuerdos, ya que eso implica irremediablemente dejar de ser quien somos en realidad y nos deja completamente desvalidos (aunque creo que la intención de David Fincher no es tratar el tema de la enfermedad ni siquiera transversalmente, en mi opinión, la película El curioso caso de Benjamin Button es un magnífico reflejo de lo que significa padecer Alzheimer: Morir sin recuerdos de experiencias vividas y completamente imposibilitados para realizar cualquier acto, por cotidiano y nimio que sea, sin la ayuda de alguien).
En mi caso, el miedo a la enfermedad no es un miedo personal, intransferible y egoísta a sufrirla en primera persona. A olvidarme de las cosas que me gustan. A no recordar las que me hacen sufrir. Al menos no exclusivamente. El mismo temor paralizante me produce pensar que los que me rodean puedan verse afectados por la desmemoria, porque si tú no te acuerdas de las cosas que hemos vivido juntos, en el fondo yo también muero un poco, porque las cosas solo son, o al menos solo cobran su debida importancia, cuando son compartidas.
Por eso me ahogo al leer que hay 36 millones de personas sin recuerdos en el mundo, que más de medio millón de españoles no saben quién es la persona que comparte su cama o que les llama “mamá”, y al ver cosas como éstas.
Por otro lado, hoy se presenta la película “La voz dormida”, tercera cinta de Benito Zambrano basada en la novela homónima de Dulce Chacón (Alfaguara. 2002), un libro magistral, rotundo y demoledor que habla del sufrimiento, las torturas y las humillaciones que padecieron las mujeres que perdieron la guerra. Un libro que golpea en lo más hondo de la conciencia, que arranca lágrimas de impotencia página tras página, que deja un sabor agrio en cada una de sus líneas  y al que regreso frecuentemente por el placer macabro y masoquista de que su lectura me desgarre el alma una vez más.


Y hoy me ha dado por pensar que, si a Hortensia no la hubieran fusilado un mes después de dar a luz a su hija, hoy quizá no recordaría los ideales que la llevaron a la cárcel de Ventas, ni los llantos y las risas (que también las hubo) junto a sus compañeras de prisión, ni el miedo reflejado en los ojos de Pepita cuando le permitían comunicar con su hermana, ni los besos que Felipe le mandaba en sus cartas y que nunca pudo darle.
Y no sé que me da más pena. Si vivir con la memoria doliente y dolorosa del ausente o con la desmemoria viviente de quien no está más que de cuerpo presente.