(...) Entonces sentí un gran deseo de comunicar la paz o la felicidad,
esa peligrosa palabra que no debe pronunciarse y que de pronto había llegado a mí.
Pero sólo se me ocurrió apretarle la mano. Lo hice una sola vez,
y casi al instante él me devolvió el apretón: y lo hizo dos veces.
Los dos mirábamos hacia el cielo casi blanco,
y con otro apretón de manos volví a decirle que le quería.
Me respondió de la misma forma.
Creo que nunca, ni antes ni después, he mantenido con nadie una conversación más íntima, más explícita. Ni tan bella. (...)
No recuerdo que mi abuela me contará nunca ningún cuento. Quizá, no lo sé, porque a ella no se los contaron. Sin embargo aún recuerdo sus historias-recuerdos (como diría la protagonista de la novela que nos ocupa) y constantemente me viene a la cabeza sus latiguillo "acuérdate de esto cuando la abuela falte" acompañando actos cotidianos compartidos como ir juntas a comprar a Ca' La Sabina o hacer conservas de tomate en la cocina del patio.
Ana María Matute (Barcelona, 1926) encarnaba, para mí, la imagen de la típica abuela creadora y narradora de historias para entretener los ratos de aburrimiento de los nietos sentados a su alrededor en la alfombra. Sin embargo, un simple vistazo a su biografía basta para comprender que pocos cuentos le debieron contar a ella y menos aún debieron salir de sus labios a la hora de acostar al hijo que las leyes franquistas le impidieron ver cuando decidió divorciarse de su marido, y que precisamente su obra responde a la necesidad de expresar esa pérdida: la de la infancia, propia y ajena.
Así que cuando la escritora falleció el pasado verano, me decidí a sumergirme en profundidad en su obra, ya que aunque varios de sus cuentos infantiles me acompañaron en mis primeras lecturas, de sus novelas dirigidas al público adulto solo había leído el primer volumen de la trilogía 'Los Mercaderes' (Primera Memoria. Destino. 2010).
El caso es que con una primera frase tan contundente como "Nací cuando mis padres ya no se querían", tenía claro que la novela en la que me iba a embarcar era Paraíso inhabitado (Destino. 2008).
Aunque el contexto histórico tiene escasa importancia, la que fuera la última novela publicada en vida de su autora transcurre en Madrid en los años previos a la Guerra Civil y narra la historia de Adriana, una niña enfermiza que utiliza su imaginación para refugiarse del desgarro que supone adentrarse en el mundo de los adultos: la separación de sus padres, el desdén de su hermana mayor, las injusticias cometidas en el ámbito escolar, las ausencias que se convertirán en permanentes... Crea entonces un mundo propio, poblado por seres mágicos y amigos más o menos imaginarios, que alcanza su momento de máximo esplendor al caer la noche. Es este universo mágico el que, en palabras de una Adriana ya anciana, le proporcionó durante su infancia la "tenue felicidad que me salvó de cosas como saber que nunca fui deseada, de haber nacido a destiempo en una familia que había perdido ya la ilusión y la práctica del amor".
Con numerosos elementos auto-biográficos, Paraíso inhabitado es un entrañable homenaje a la infancia. Sorprende, quizá ahí resida el talento de esta escritora, que una persona tan anciana como Ana María Matute sea capaz de transmitir con tal nitidez la inocencia, la capacidad de asombro y el entusiasmo propios de la niñez.
Del mismo modo que la protagonista distingue entre la zona noble y aquella parte de la casa con el parquet sin encerar (cocina, cuarto de la plancha, alcoba de las tatas, dormitorio de la propia Adriana) a la hora de establecer sus dominios, también se aprecia una diferencia entre lo que podríamos llamar los "gigantes" puros, es decir, aquellos adultos que ignoran, no participan o dificultan los juegos de los niños (la madre de Adriana o las monjas del colegio) y aquellos que colaboran e incluso encubren las correrías infantiles, como la Tata María, la cocinera Isabel, la tia Eduarda y Teo.
Los dos protagonistas infantiles, Adriana y Gavrila, resultan tremendamente tiernos por la verdad que transmiten sus actos y sus palabras, sin caer en cursilerías. Sin embargo, en mi opinión la autora ha desaprovechado el potencial de algunos de los personajes adultos, como es el caso de la tía Eduarda, a quien me hubiera encantado que hubiera dado más peso en la historia, quizá llevándose a Adriana a sus "ruinas" para recuperarse de alguna de sus crisis y poder conocer así más detalles de su historia y personalidad.
Como diría el autor de El Principito, Antoine de Saint Exupéry, "todas las personas mayores fueron al principio niños (aunque pocas lo recuerden)". Porque Ana María Matute fue sin duda uno de ésos privilegiados y porque es una verdadera delicia leerla, roza el notable esta novela en la que, más que lo que nos cuenta, lo importante es cómo nos lo cuenta.