"Cuando voy en el vagón D (cosa que
normalmente hago)
y el tren se detiene en este
semáforo (cosa que acostumbra a hacer)
puedo ver perfectamente mi casa
favorita de las que están junto a las vías:
la del número 15. (...)
Conozco esta casa de memoria.
Conozco todos sus ladrillos,
el color de las cortinas del
dormitorio del piso de arriba
(beis, con un estampado azul
oscuro),
los desconchados de la pintura en
el marco de la ventanilla del cuarto de baño
y las cuatro tejas que faltan en
una sección del lado derecho del tejado..."
Me parece haber oído que
este verano ha sido el primero sin canción del verano (que digo yo que entonces
“La gozadera” sonando a todas horas en todos sitios habrá sido fruto de un resurgir del Mester
de Juglaría… En fin). Podemos dedicarle
todo el rato que querais a este apasionante debate, pero si la banda sonora no
está clara, lo que no admite discusión es que este pasado verano ha tenido un
libro indiscutible y no ha sido otro que La chica del tren (Planeta. 2015). Y no lo digo yo. Es imposible abstraerse del éxito
obtenido por este auténtico superventas de Paula Hawkins (Zimbaue, 1972): 5 millones de copias
vendidas en 30 países entre ellos España, donde se llegaron a lanzar 7
ediciones en sólo un mes. No ha habido un sólo viaje en metro este verano en el
que no me haya topado con al menos una persona leyéndolo en el mismo vagón en
el que yo viajaba. En todos los grupos de amigos había quien lo había leído
y lo recomendaba y quien, habiéndolo leído también, desaconsejaba su lectura.
Total, que deje pasar los meses
y cuando la fiebre por esta novela (y la guerra entre sus defensores y sus
detractores) amainó, encarando ya el invierno, decidí sentarme con un título al que, lo digo ya, de no
haber tenido la impresionante maquinaria de marketing que tiene detrás,
probablemente no le hubiera dado la más mínima oportunidad.
La chica del tren es
Rachel, un personaje con más tintes de protagonista de melodrama televisivo
emitido a la hora de la siesta que de la novela de suspense revelación del año.
Sus problemas con el alcohol son la causa de que su marido la haya abandonado y
de que la hayan despedido de su trabajo. Inmersa en una espiral de mentiras y
auto-destrucción de la que es incapaz de salir, la única manera de mantener ese
castillo de naipes que ha creado es seguir cogiendo el mismo tren que la
llevaba hasta su trabajo para pasarse el día bebiendo y vagando por la ciudad
antes de volver a casa a la hora a la que debería regresar de la oficina. Todos
los días el tren se detiene ante una zona residencial de las afueras de Londres
y Rachel se entretiene imaginando una vida idílica para dos de los habitantes a
los que observa diariamente desde la ventanilla. Pero un día ve algo que nada
tiene que ver con esa existencia placentera que ha construido en su cabeza y
que sitúa a nuestra protagonista en la primera línea de la investigación.
Llegados a este punto,
los que esperen que saque la artillería pesada para desmontar el fenómeno
editorial del 2015 pueden ir cambiando de canal porque no es el caso. Obviamente
la novela tiene puntos débiles, pero La chica del tren me ha gustado. Quizá no
me ha encantado, pero me ha gustado bastante no sé si porque esperaba muy poco de ella. El hecho de que cuente con tres
narradoras en primera persona, aunque al principio me costó un poco
identificarlas y ubicarlas (y ubicarme) dentro de la historia, me parece
tremendamente original porque permite tener una visión de la historia de 360
grados.
Debo reconocer que el
final se me ha antojado un poco flojo y que resulta complicado (por no decir
imposible) conectar con ninguno de los personajes, pero la novela cumple a la
perfección con su función de entretener, por lo que si no eres un lector experto en novela negra, que entonces entiendo que el nivel de exigencia es otro, ni esperas leer la novela del año, creo que estamos ante una lectura aceptable.
Y es que el
problema de las expectativas es que rara vez se ajustan a la realidad y una
experiencia cualquiera, que hubiera podido ser de lo más placentera de no haber
tenido el listón tan alto, acaba convertida en un auténtico desastre por arte
de birlibirloque. Esta fue la lección que saqué de mi viaje de estudios a
Italia, cuando mi emoción extrema por conocer la cuna de la civilización
occidental se volvió honda decepción ante el deterioro y el precario estado de
conservación del basto patrimonio histórico romano. Y sin embargo la ciudad de
Florencia me cautivó, a pesar de que a priori era la parte del itinerario que
menos me atraía.
Pues con La
chica del tren yo creo que la clave está en leerlo pensando que vas a
conocer Florencia, porque como vayas pensando que es Roma lo más probable es
que la decepción sea mayúscula. Pero si tus miras no están tan altas, la
novela aprueba sobradamente.