miércoles, 23 de noviembre de 2011

Niebla

Yo no sé si será para compensar que con el paso del tiempo estoy cada vez más cegata pero lo cierto es que tengo un sentido del olfato altamente desarrollado, por más que el Deivid se descojone cada vez que le digo que el aire huele a nieve, para tener que acabar dándome la razón en la mayoría de los casos cuando, horas después, empiezan a caer copos del cielo (a este respecto solo añadir que los superpoderes se deben transmitir de generación en generación, porque mi sobrina ha heredado mi gran capacidad olfativa y, al igual que yo le pongo un olor a la nieve, ella identifica el olor del sol y el calor. Así son los genes y así se lo hemos contado).

Y no es que yo sea capaz de saber y/o describir a qué huelen las cosas que no huelen, pero la niebla me huele a tostadas. Rectifico. La niebla hoy me huele a tostadas. Otras veces me ha olido a leña ardiendo, a castañas asadas, a leche humeante... Incluso una vez me olió a zurullo de cerdo, pero en esa ocasión sé que era esa ciudad concreta la que olía a mierda, no la niebla que la envolvía. Así que cuando hoy al subir la persiana he visto que Madrid se había convertido en Mordor Ciudad de Vacaciones (que diría aquella) y me ha venido a la nariz el aroma a pan tostado he pensado que la vecina se estaba pegando un homenaje de buena mañana. Pero el olor a tostadas me ha perseguido. Olía a tostadas dentro y fuera de casa. En el autobus y en el metro. En Alcorcón y en San Sebastián de los Reyes.

No tiene mayor importancia que el hecho de que ese olor me ha retrotraído a algún lugar conocido pero indeterminado. Como la magdalena de Proust pero al contrario. Quiero decir que al escritor francés el sabor de una magdalena le hizo revivir un episodio concreto de su infacia, y yo he sido incapaz durante todo el día de saber a dónde quería llevarme ese olor. Quizá a ningún sitio importante, simplemente a "dar una vuelta por ahí" pero yo me siento más segura cuando las cosas están definidas, delimitadas, definidas. No soy partidaria de la improvisación por ser terreno desconocido, y me siento mejor simplemente dando nombre a las cosas.
Hoy de cena croquetas. A lo mejor no. A lo mejor en el último momento cambio de idea y me hago un cola-cao, pero la certeza de que voy a cenar croquetas es lo que me posibilita el cambio al cola-cao. Por contra, ya pensaré que voy a cenar sobre la marcha, me bloquea hasta el punto de que probablemente al final no coma nada. No sé si me explico (ya sé que no. Es pregunta retórica).

Yo siempre he sido de hablar alto (sobre todo alto) y claro. Crudito. Meridiano. Quizá porque así me siento en terreno seguro. Y porque una cosa son los adjetivos y otra muy distinta los eufemismos. Sin embargo, cuando hoy Gema me ha dicho que es importante llamar a las cosas por su nombre no me he sentido en absoluto victoriosa. Porque conjugar ciertos verbos en primera persona cuesta un mundo y me he ido de allí destruida por segunda vez.

Y hablando de llamar a las cosas por su nombre, una última reflexión al hilo antes de meterme en la cama: ¿Soy la única que piensa que Soraya Saenz de Santamaría está tirando por la borda los derechos por los que las mujeres lucharon el siglo pasado a cambio de conseguir un ministerio? Definitivamente hay mujeres a los que les debería estar prohibido ser madres